Carta del Arzobispo por la Semana Santa


                       Una Semana Santa para entrar en la locura de Dios

Queridos/as hermanos/as:

                                           Nos disponemos a vivir la Pascua, que es muerte y resurrección, y queremos pasar con Jesús de la muerte a la vida. No vale la pena escapar de Cristo crucificado. Es mejor abrazarnos a él este Viernes Santo. Porque no hay alegría sin saber lo que es la tristeza, la rutina, la melancolía, la monotonía. Nadie vive más intensamente un gozo si no aceptó vivir a fondo una angustia. Uno descansa mejor después de cansarse y bebe agua con más placer luego de sufrir una tremenda sed. No se puede vivir plenamente sin aceptar momentos de límite.

¡Cuánto sufrimos en esta tierra! Es el dolor por los seres queridos, por lo que les pueda pasar, o porque a veces no están bien. Sufrimos por la incertidumbre de no poder controlar el futuro. Tenemos problemas porque somos diferentes y eso siempre ocasiona algún desencuentro o algún desentendimiento. Sufrimos por diversos temores que nos inquietan, porque no sabemos cómo resolver alguna dificultad. Sufrimos por recuerdos negros, cansancios, hastíos, desilusiones, fracasos, abandonos, humillaciones, soledades internas, sin contar esas angustias que brotan sin saber de dónde vienen.

El mismo Dios, al hacerse hombre, quiso asumir hasta el fondo el dolor humano. Toda la vida de Jesús está marcada por los límites: no puede nacer en un lugar digno porque nadie recibe a sus padres, su familia sufre el exilio, cuando sale a predicar es despreciado por ser un carpintero, su mensaje no es fácilmente aceptado y muchos lo abandonan. Por eso se vuelve a sus discípulos y les dice: “¿ustedes también me quieren abandonar?” (Jn 6, 67). Sufre hasta llorar cuando advierte que en Jerusalén lo van a rechazar. Lleva la cruz y no se muestra como un héroe poderoso: cae bajo el peso del madero y necesita ayuda. La muerte en la cruz no es más que la culminación de una vida bien humana, totalmente expuesta, donde los límites son pan de cada día. Pero lo que más lo engrandece es la inmensidad de su amor que explica y sostiene todo. Él, porque quiso amarnos hasta el extremo, probó la fragilidad y la pobreza de nuestras vidas. ¡Locura divina y debilidad divina, que son en realidad potencia y sabiduría sobrehumanas! (cf. I Cor 1, 25), porque “Dios ha elegido lo plebeyo y despreciable del mundo, lo que no es, para reducir a la nada lo que es, para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios” (I Cor 1, 28-29).

Dejándonos estar con sereno amor frente a Jesús limitado, clavado y vencido, podremos asumir también nuestra real condición humana. Frente a un Dios anonadado de esa manera, ¿qué sentido pueden tener la gloria humana y el poder que pretendemos poseer los mortales? Él es escándalo y locura. Quien sólo acepta un Dios sin límites, cuando se coloca frente a la cruz se queda sin fe, o trata de huir de ese misterio. Pero quien es capaz de mirar a Dios tal como él mismo se quiso revelar, se encuentra sorprendido por alguien que lo ha amado tanto; se siente desbordado ante aquel que renunció a manifestar su gloria para volverse cercano hasta lo inimaginable.

Por esta razón él puede pedirnos que seamos capaces de amar a otros hasta sufrir, que frente a los demás imitemos esa humildad generosa: “Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13, 14). Ya no podemos besar al crucificado el Viernes santo, sin volvernos cercanos a los crucificados con los que él quiso unirse en la cruz. Al contrario, es el día para recordar a tantas mujeres angustiadas porque no pueden dar a sus hijos lo que necesitan, a los abandonados y olvidados por la sociedad cómoda, a esos enfermos que se pasan meses esperando el turno para una operación que no llega porque no tienen con qué pagarla, a los que se pasan el día caminando por las calles juntando cartones para cobrar unas monedas, a los hombres y las mujeres que trabajan sometidos a desprecios y atropellos con tal de poder llevar el pan a su familia. Y también están los que sufren y mueren solos, los fracasados y olvidados por sus seres queridos, los que miran mientras otros disfrutan como si la vida no fuera también para ellos. Este Viernes santo no los olvidemos. Estarán allí, crucificados con Cristo y clamando: “Dios mío, ¿por qué me abandonaste?”

Entonces, cuando miremos a Jesús crucificado,  tiene que llegar un momento en que la propia mirada se una a su mirada. Así veremos que él levanta la cabeza y contempla a todos los abandonados, excluidos, explotados, desesperados, y nos pide que seamos sus instrumentos para acercarles alivio y liberación. En ese momento podremos tomarnos en serio su Palabra que nos dice: “Cuando des un banquete invitá a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos” (Lc 14, 13). Si podemos hacerlo, será la señal de que la indiferencia cómoda y egoísta de nuestra época no ha logrado penetrarnos las entrañas.

Pero también, ante la Cruz, recuerdo que soy infinitamente amado. Por lo tanto tengo derecho a vivir, a estar en este mundo, a ser respetado, a crecer, a salir adelante. Hay un amor que se unió a mí para liberarme, sanarme y promoverme. Entonces ya nadie tiene derecho a decirme que soy indigno de ser feliz y fecundo. En Jesús recupero el sentido de mi dignidad y levanto la cabeza. En su amor que no se compra ni se paga, encuentro la raíz y la fuerza de mi vida. No necesito demostrarle que soy digno de ser amado. Él lo sabe, porque mira en lo más profundo, donde no valgo por lo que hago, por lo que tengo, por la apariencia o por lo que logro con mis acciones. Dejate mirar así, para que todo se sane.

Llegará también la hermosa noche de la Resurrección, contemplaremos un sepulcro vacío y a Jesús feliz, desbordante, vestido de luz infinita, radiante de puro gozo. Y nos alegraremos con el amigo que ha triunfado.

Si él vive eso nos garantiza que el bien puede hacerse camino. Si él vive nuestros cansancios sirven para algo, podemos abandonar los lamentos y mirar para adelante. Él estará siempre, caminando con nosotros, luchando con nosotros. Con él siempre podremos renacer y volver a empezar. Aferremos su cruz para poder resucitar con él. Y cuando lo reconozcamos resucitado, aunque sintamos que nos envuelve la noche, digámosle de corazón, abrazados a los más pobres de la tierra: “Quedate con nosotros Señor” (Lc 24, 29).

Mons. Víctor Manuel Fernández

      Arzobispo de La Plata

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